Llevaba varios años rastreando el lote de mi bisabuelo, el gallego José Graña, en la extinta Colonia Ensanche Sarmiento (actual valle de Facundo en el sur de Chubut). De forma simultánea desarrollaba una investigación sobre el pasado de la región. Debía ubicarlo entre los 200 lotes de 625 hectáreas que componían la colonia, dispuestos en un tramo de 70 kilómetros sobre ambas márgenes del río. Resultaba una tarea muy complicada porque no encontraba a nadie que lo recordara. Tampoco ubicaba el lote en documentos oficiales. Mi abuela Isabel, que residió allí hasta los 9 o 10 años, no sabía en qué parte del valle se situaba ni cómo llegar. Ella se rememoraba cabalgando por el campo en su petiso o viajando a Sarmiento con sus padres en carreta. Transitaban huellas que se tendían por el interior de la sierra de San Bernardo, hoy relegadas a caminos vecinales. Recordaba su casa, las grandes chatas (carretas para transporte de cargas) con la que su padre transportaba mercaderías o la quinta en la que cultivaban frutas y verduras. A su madre la rememoraba confeccionando quillangos (manto tehuelche confeccionado uniendo cueros de guanaco) o trabajando el cuero con raspadores que fabricaba con vidrios de botellas. A los raspadores los enmangaba con maderas que se pegaban utilizando resina del molle. “Quique” Botello, vecino de la zona que había conocido meses atrás, me había confirmado las raíces tehuelches que se desprendían de los recuerdos de Isabel.
Por recomendación de Trudy Bohme (propietaria del boliche-museo Los Tamariscos, situado a la vera de la ruta nacional 40) en Facundo conocí a Bersabel Eylenstein. Era una persona entrañable que transitaba las ocho décadas. Recordaba que mi abuela cuando quedó huérfana de madre residió un tiempo junto a ella en el campo de sus padres. Aportó los primeros datos certeros sobre la ubicación del lote. Se situaba sobre la margen este al norte de la colonia. Sus referencias incluyeron el posible camino de acceso.
Pese al invierno áspero que transitábamos, con los campos húmedos de lluvia y nieve, intenté llegar al lote conduciendo un auto. A mitad de camino se encajó en un lodazal de greda. Cuando logré desencajarlo tuve que dejarlo para otra ocasión.
Bersabel me remitió a Tomás García y a Dolores Fernández. Concerté por teléfono una entrevista en su domicilio en Comodoro Rivadavia. Dolores recordaba que había sido compañera de mi abuela en el colegio de Facundo. El día de la entrevista fui con Isabel. Al verse se fundieron en un sentido abrazo. Fascinada, Isabel le confesó: “Me parece mentira encontrar a alguien que me conoce de cuando era chica”. Luego se sentaron a hablar de tiempos idos, revisitando un inventario de nombres, personajes y anécdotas. Don Tomás, con sus vitales 92 años, aportaba información. Recordaba a Graña y confirmó cuál era su lote.
Era un día luminoso y cálido del año 2003 cuando viajamos con Isabel a la tierra de su infancia. Ingresamos por la huella donde me había encajado durante el invierno. Tras varias detenciones para disfrutar del paisaje cruzamos una tranquera que daba a una arboleda. Era el sitio que buscábamos. De la vivienda nada quedaba. En el faldeo los restos de la quinta perduraban tal como la había descripto. Permanecía en pie el antiguo cerco confeccionado con alambre y ramas entrelazadas de duraznillo. Se había conservado al ser cubierto por el follaje de arbustos. A un lado de los arbustos perduraban dos árboles frutales. Isabel recordó: “Acá junto a estas matas tienen que estar las tumbas de mi mamá y mis hermanas”. El clima y el tiempo las habían borrado. La quinta y las tumbas eran parte del entorno.
Ascendí por un cañadoncito siguiendo un curso de agua hasta dar con el ojo de agua donde nacía. Mi abuela se quedó atrás ensimismada en sus recuerdos. En torno a la vertiente crecían cinco o seis sauces añosos. Contigua una pared de roca volcánica caía a pique desde la meseta. Desde lo alto divisé a Isabel. Estaba sentada sobre una roca situada en el centro de las ruinas semicirculares de un corral. Con la vista perdida en el valle viajaba a los tiempos de su infancia. Fui a su encuentro e intercambiamos pareceres. Descendimos y se quedó observando con detenimiento varios álamos. Los señaló y concluyó: “En esos álamos mi papá colgaba los animales luego de faenarlos. La casa estaba acá, en el camino”. A media tarde emprendimos el camino de regreso.
El infortunio asoló a Isabel a lo largo de su vida. Primero el temprano fallecimiento de su madre y hermanas la alejó de Colonia Ensanche Sarmiento. Con su padre y hermano vagaron varios años por Patagonia, hasta que se establecieron en Comodoro. Su hermano murió en un accidente automovilístico a los 23 años de edad. Su primer hijo varón falleció poco después de nacer y su marido murió a los 40 años de edad. Poco después partió su padre. Su familia se acotó a sus tres hijos y nietos. Desde su infancia se sintió huérfana de raíces afectivas, como si su destino la predestinara a una existencia solitaria. Setenta años después sabría que en Colonia Ensanche Sarmiento y en Facundo habían quedado sus numerosos familiares y aquellos que la recordaron durante décadas. La vida le comenzaba a cerrar un círculo. Aparecían personas que siempre la tuvieron presente pese a su ausencia física. Finalmente pudo retornar a la tierra de su infancia.
Años después, cuando ella partió, supe que en Facundo y en el valle se comentó con pesar: “Murió una Manikeke, se fue una de las últimas” (aunque su apellido era Graña). Tenía 94 años.