En las redes sociales se pueden ver reels con videos captados por los robot rober que exploran el suelo de Marte. Muestran un gran desierto de arena, piedras, lomas y cerros desvestidos y erosionados. Se parecen a algunos paisajes de la Tierra. Para los investigadores de varias ramas de la ciencia esos registros deben resultar fascinantes por la información que contienen, pero para el común de la gente lo más atractivo es saber que se trata de otro planeta. Los usuarios más imaginativos destacan imágenes de los videos como si se trataran de evidencias de la existencia de antiguas civilizaciones. “Es igual al extinto lago Colhue Huapi”, me descubrí pensando más de una vez al ver los reels. La erosión parece que moldea el paisaje de modos similares en ambos planetas.
En la ficción de 1950 del libro “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury los humanos conquistan y colonizan Marte. La presencia de los terrestres significa la extinción de los marcianos. En varios capítulos los colonos conviven con los registros materiales de la civilización desaparecida: ciudades vacías y en ruinas, rutas abandonadas, barcos sin mares que navegar. El paisaje es desértico. Aunque el libro pertenece al género de la ciencia ficción no se centra en los avances tecnológicos, en guerras espaciales o en anticipar el futuro de la humanidad en el espacio. El trasfondo de las historias, muy imaginativas y entretenidas, son de un profundo contenido humano tales como la soledad, la memoria o la tristeza por la fantasmagórica presencia de lo que dejó de existir.
Los colonos que entre fines del siglo XIX y principios del XX se asentaron en torno al lago Colhue Huapi se encontraron con los registros materiales de pueblos cazadores-recolectores que los precedieron centenares de años. Su presencia quedó asentada en chenques (tumbas), arte rupestre y elementos que hacían a su vida cotidiana. Una civilización, la occidental, se asentó donde previamente se había desarrollado otra. Los hijos de los pueblos del pasado, aún presentes, en pocas décadas se incorporaron el modo de vida occidental. La antigua forma de vida se extinguió.
En una reciente incursión al extinto lago Colhue Huapi se desató una de las típicas tormentas de viento que erosionan su suelo, movilizan dunas gigantescas y eyectan nubes de polvo que se despliegan por centenares de kilómetros. De inmediato nos calzamos antiparras para que la arena no nos cegara. El ambiente se tornó fantasmal debido a la tierra en suspensión. La visión se redujo mientras la arena de granulado grueso reptaba al ras del suelo. Afloraban hondonadas y pedreros donde hacía algunas semanas el lecho seco era una planicie gredosa. En las vecindades se desarrollaban y expandían dunas nuevas. En algunos sectores avanzábamos entre registros materiales de la vida cotidiana de los pueblos antiguos. La erosión exponía el pasado que yacía sepultado. Un pasado hecho de piedras trabajadas para cumplir funciones específicas, de tumbas y esqueletos humanos. Es una situación que nunca deja de sorprender y se la siente como un viaje en el tiempo.
Tal como en el Marte real o el de la ficción de Bradbury, en el paisaje dañado del Colhue Huapi abundan vestigios de los tiempos antiguos, se hacen presentes la soledad y un sentimiento de tristeza por lo extinto, por lo que ya no existe. El Colhue Huapi parece un paisaje de otro mundo, tanto de la ficción como de la realidad.